La amenaza invisible para los civiles en el este de Ucrania
Unos 350 civiles murieron en 2020 víctimas de minas o restos de explosivos
Más de 3.000 civiles han perdido la vida en el este de Ucrania desde que estalló el conflicto separatista en 2014. De ellos, al menos 349 han fallecido víctimas de la explosión de minas o restos de explosivos, artefactos ambos que amenazan la supervivencia y también el día a día de más de dos millones de personas, según datos de la ONU.
Las autoridades ucranianas estiman que unos 7.000 kilómetros cuadrados –el 8 por ciento del territorio– están «contaminados» solo en zonas controladas por el Gobierno, «lo que equivale a un millón de campos de fútbol», enfatiza el jefe de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) en Ucrania, Ignacio León García, en declaraciones a Europa Press.
Esta amplia presencia de las minas y los restos de explosivos se traduce en un riesgo que no cesa, como quedó de manifiesto en 2020, cuando 16 civiles murieron y 57 resultaron heridos por incidentes relacionados. El dato de víctimas representa un aumento del 25 por ciento respecto al de 2019 y preocupa a las organizaciones que trabajan sobre el terreno.
El alto el fuego en vigor desde julio de 2020 ha logrado calmar los combates en la zona que rodea la denominada línea de contacto y, aunque se siguen registrando violaciones recurrentes de dicho acuerdo, «la mayoría de las víctimas civiles que ocurrieron después se deben a incidentes relacionados con minas», señala García.
Vivir en una zona potencialmente minada acarrea «problemas críticos» tanto de índole física como mental, derivados del estrés que supone estar expuestos a un riesgo que no siempre es evidente a simple vista y que cuenta entre sus víctimas a niños –más de 250.000 viven cerca de la línea de contacto –, ajenos en muchos casos al peligro que deriva de ciertos artefactos dejados en campo abierto.
El responsable de la OCHA advierte de que esta contaminación impide que la gente use tierras agrícolas para cultivos o ganadería, que «son la principal forma de subsistencia para muchas personas en el este de Ucrania», complica la reparación de infraestructuras, limita la libertad de movimiento y bloquea que las personas desplazadas puedan volver a sus hogares.
EFECTOS A LARGO PLAZO
«Llevará años limpiar los terrenos contaminados en el este de Ucrania», asume García, que apunta como primer paso en la erradicación de esta lacra la realización de estudios que permitan «localizar, identificar y cuantificar la escala y naturaleza de la amenaza».
«Dado que el acceso a las zonas que están fuera del control del Gobierno en el este de Ucrania sigue estando muy limitado, la magnitud de la contaminación sigue siendo muy desconocida en estos territorios», dice, en relación a las áreas de Donetsk y Lugansk que permanecen dominadas por los separatistas prorrusos y donde la presencia de artefactos sin explotar sería «sustancial».
También la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersona (ICBL, por sus siglas en inglés) admite que «la amplitud de la contaminación todavía se desconoce» y su directora editorial, Marion Loddo, avisa de que incluso los datos sobre posibles víctimas, que «siguen siendo altos», pueden estar «subestimados».
Entretanto, los actores humanitarios incorporan las acciones relativas a minas como «parte integral» de sus trabajos de protección en el este de Ucrania, de tal forma que se realizan no solo tareas de vigilancia y limpieza, sino también asistencia a víctimas y educación. Según García, las organizaciones formaron solo en 2020 a 65.000 personas sobre los riesgos de los restos de explosivos.
El jefe de la OCHA, no obstante, recuerda que trabajos como la asistencia a las víctimas tienen que seguir incluso «años después de que se resuelva el conflicto y las últimas minas hayan sido eliminadas», ya que «aún requerirán años de ayuda en su camino hacia la recuperación».
La Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersona, también conocida como el Tratado de Ottawa, estipula que este tipo de armas no pueden usarse en zonas habitadas por su carácter especialmente indiscriminado, que no entiende de objetivos.
García llama a respetar este acuerdo en cualquier escenario e insta a las partes beligerantes a salvaguardar la integridad de los civiles. Al Gobierno central le pide «un sistema eficaz de acción frente a minas», recordando que no fue hasta finales de 2018 cuando aprobó una ley que recoge compromisos sobre este tipo de armamentos.
La ley incluye una serie de iniciativas que «no se han aplicado hasta la fecha». «Aún no hay un marco para una autoridad y un centro nacionales de acciones sobre minas», al igual que no hay «una labor sistemática para ayudar a las víctimas», lamenta el responsable de la OCHA, partidario por ejemplo de establecer una base de datos clara.
En las zonas ajenas al control el Gobierno, «la magnitud de los problemas sigue sin estar documentada», pero García reclama que al menos se autorice el acceso a los expertos artificieros para que evalúen claramente la situación sobre el terreno de cara a la realización de futuros trabajos de limpieza.
El director de la ICBL, Héctor Guerra, coincide en valoraciones a Europa Press en que, «considerando el significativo impacto humanitario de la contaminación sobre la población local, es necesario que Ucrania desarrolle y ponga en práctica de forma urgente un plan de acción para educar de los riesgos sobre las minas».
Guerra insta a Kiev a suscribir los tratados que limitan el uso de bombas de racimo, habida cuenta de que se atribuye el uso de este tipo de arma –que se divide en submuniciones en el aire y se dispersa de forma indiscriminada– a todos los bandos enfrentados. Ucrania «posee un arsenal heredado de la Unión Soviética», por lo que Guerra recomienda su destrucción completa «para impedir más sufrimiento».