Cuando la guerra no es un juego: las secuelas físicas y mentales del uso de niños en conflictos
La pandemia de COVID-19 agrava la vulnerabilidad de los niños de convertirse en soldados
Vivir la guerra desde dentro. A esta situación se ven abocados unos 300.000 niños y niñas soldado, usados de forma «grotesca» en conflictos armados de todo el mundo, algo que constituye toda una serie de violaciones de sus derechos y les causa secuelas físicas y mentales.
Los niños de países como Yemen, Sudán del Sur, República Centroafricana o Nigeria llegan a integrar las filas de los bandos combatientes por varias vías. Algunos son secuestrados y otros empuñan un arma de forma voluntaria, debido a factores como la pobreza, los malos tratos, la presión social o el deseo de vengarse de la violencia que han sufrido, ellos o sus familias.
Una vez partícipes del conflicto en primera persona, estos niños y niñas, directamente en la línea de combate, son obligados a llevar a cabo múltiples tareas. Cocinan, se desempeñan como mensajeros, llevan a cabo ataques suicidas y, en el caso de las menores, también son usadas como esclavas sexuales.
En este tiempo vinculados a fuerzas y grupos armados, los niños –algunos de tan solo 6 años– son testigos y víctimas de terribles actos de violencia y atrocidades y también son obligados a ejercerla. Como resultado, un amplio abanico de secuelas físicas y mentales, una infancia rota y mucha dificultad para recuperar sus vidas.
Con motivo del Día Internacional contra el Uso de Niños Soldado, que se celebra este viernes, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) destaca que las «experiencias excepcionales» que estos niños han vivido les acompañarán «durante el resto de sus días».
Entre las secuelas físicas, causadas por la propia guerra o derivadas de torturas y abusos infligidos por sus jefes, destacan la mutilación, la desnutrición e, incluso, las enfermedades de transmisión sexual. Las niñas, además, pueden quedarse embarazadas por los abusos sexuales sufridos.
Los traumas emocionales tienen su raíz en ser testigos de actos de violencia o tener que cometerlos ellos mismos. Muchas veces, desvela UNICEF, el primer acto que les obligan a cometer es matar a sus propios padres para romper el vínculo familiar.
«Las lesiones físicas pueden convertirse en discapacidades de por vida si no se atienden y las secuelas mentales pueden producir efectos psicológicos a largo plazo, como trastorno de estrés postraumático (TEPT)», lamenta la agencia, que ha lanzado la iniciativa Cuando cierro los ojos para concienciar sobre los efectos psicológicos que sufren los niños combatientes. «Después de ser liberados o escapar, suelen lidiar con pesadillas, comportamientos agresivos, pensamientos intrusivos y ansiedad», ha incidido.
En este sentido, el organismo dependiente de Naciones Unidas recalca la importancia de la salud mental para el desarrollo de los niños, un aspecto que se pasa por alto a menudo. Los frágiles sistemas sanitarios de estos países no cuentan con medios suficientes: ya luchan por satisfacer las necesidades más básicas.
Por ejemplo, en Sudán del Sur, donde unos 6.290 niños y niñas han sido reclutados como soldados desde 2013, solo hay tres psiquiatras, 23 psicólogos y una sala psiquiátrica con camas limitadas. El cierre de escuelas por la pandemia de COVID-19 también ha propiciado la pérdida de este importante espacio para el apoyo psicosocial.
Así, la representante interina de UNICEF en Sudán del Sur, Andrea Suley, ha calificado de «prioridad urgente» proporcionar a estos niños cuidado y apoyo, lo que pasa por aumentar la financiación para los programas de reintegración existentes y ampliar la atención a la salud mental. El programa de reintegración de UNICEF en Sudán del Sur, cuya columna vertebral son los trabajadores sociales, tuvo un déficit de financiación del 73 por ciento en 2020 y no pudo responder a todas las necesidades.
Suley también ha pedido a las entidades armadas «con frustración e impaciencia» que detengan el reclutamiento y el uso de niños de inmediato. «Los niños no tienen cabida en los conflictos armados y el abuso debe terminar ya», ha hecho hincapié UNICEF. Un total de 46 países reclutan a niños menores de 18 años y en la actualidad se utilizan en al menos 18 conflictos en todo el mundo.
LO DIFÍCIL QUE ES SALIR DE LA ESPIRAL
Rosina –nombre ficticio– jugaba en el patio de su casa cuando un grupo de hombres armados llegó a Paoua, la aldea donde vivía en el noroeste de República Centroafricana. Mataron a sus padres pero ella huyó. Un grupo armado rival, aprovechando que estaba sola, la reclutó. Tenía sólo 12 años.
«Me dijeron que cuidarían de mí», relata a UNICEF. La realidad fue distinta: se pasaba el día cocinando, lavando ropa o buscando leña y agua para ellos. «Se enfadaban y me pegaban cuando la comida no estaba lista a tiempo. Sufrí mucho», agrega.
Los niños usados en conflictos experimentan dificultades si consiguen volver a casa. Entre los factores responsables de esta dura reintegración, destaca que aprenden a convivir en un entorno violento durante los años en los que desarrollan su personalidad.
Además, no saben dónde está su familia y, si los encuentran, a veces son rechazados por su pasado. Las niñas tampoco son aceptadas si vuelven con hijos que han tenido durante su ausencia. Tampoco han podido ir a la escuela, así que sus oportunidades de tener un futuro mejor se ven mermadas.
Rosina escapó tras cuatro meses de «infierno» y, «cansada, hambrienta y angustiada», conoció a una madre soltera que terminó adoptándola. La ONG War Child, financiada desde UNICEF España, le prestó ayuda especializada y, gracias a ella, ha podido volver a la escuela.
LA PANDEMIA PROVOCA POBREZA Y ESTA AUMENTA EL RECLUTAMIENTO
El aumento en el reclutamiento de niños en grupos armados como un medio para sobrevivir, acceder a alimentos y obtener ingresos, además del incremento de las tasas de matrimonio forzado en grupos armados, son otros de los «devastadores impactos secundarios» sobre la infancia que está causando la crisis derivada de la pandemia de COVID-19, señala World Vision.
La organización, que, entre otras acciones, ha implementado un programa de protección infantil y prevención del reclutamiento, ha puesto el foco en la pobreza como «factor clave» que empuja a un niño a unirse a un grupo armado.
Al citado impacto socieconómico que ha supuesto el cierre de escuelas por la COVID-19, bloqueando el acceso a la educación para la mayoría de los niños en conflictos, hay que sumar que la pandemia ha amenazado la seguridad alimentaria de las familias y ha provocado caídas en los ingresos familiares. La misma situación ha contribuido al aumento del matrimonio forzado y precoz de niñas, incluido el matrimonio forzado en grupos armados.
Así, en algunos entornos de conflicto, la presión de la prevención y respuesta a la COVID-19 ha dado como resultado el desvío de los recursos de protección y reintegración infantil a intervenciones de salud y lavado de manos, reduciendo o, en algunos casos, terminando por completo con la ayuda para los niños afectados por el reclutamiento y el uso.
Además, según ha destacado World Vision, los bloqueos a los que ha obligado la pandemia han contribuido a reducir el acceso humanitario. Esto ha hecho que sea más difícil negociar un compromiso con las partes en conflicto para poner fin a esta práctica o dar seguimiento a los planes de acción cuando existen.