Sinyar, una ciudad fantasma tres años después de la barbarie terrorista

«¿No somos también seres humanos? ¿No nos merecemos algo mejor que esto?», pregunta un hombre entre las ruinas

La toma de la ciudad iraquí de Sinyar por parte de los terroristas de Estado Islámico se convirtió en 2014 en uno de los símbolos de la barbarie yihadista. Tres años después de su liberación, más de 200.000 personas siguen desplazadas y Sinyar se ha convertido en una especie de «ciudad fantasma».

Los milicianos asaltaron Sinyar sin ningún tipo de miramiento hacia la población yazidí, una minoría étnica que sufrió en propias carnes los efectos de la visión radical de Estado Islámico. Unas 1.300 personas murieron asesinadas y casi 7.000 mujeres fueron esclavizadas por el grupo radical suní.

El Gobierno del Kurdistán iraquí estima que más de 3.000 personas –1.452 mujeres y 1.665 hombres– siguen a merced de Estado Islámico o desaparecidos, si bien se trata solo de estimaciones en vista de que no existen datos fiables sobre el número de víctimas.

Un reciente informe de la ONU confirmó el hallazgo de más de 200 fosas comunes en la zona norte de Irak, 95 de ellas en la región de Nínive, donde se encuentra Sinyar. En total, en estas fosas se habrían sepultado los cadáveres de entre 6.000 y 12.000 civiles.

Tres años después de la recuperación de la ciudad, más de 200.000 personas siguen sin volver a sus hogares, en muchos casos porque no tienen una casa a la que regresar. El 70 por ciento de los edificios quedaron destruidos o seriamente dañados en las operaciones para recuperar la ciudad y, en los últimos tres años, apenas han vuelto 6.000 de las 50.000 familias que se fueron.

El coordinador del Consejo Noruego para Refugiados (NRC) en Irak, Tom Peyre-Costa, ha afirmado en un comunicado que «el lugar todavía es una ciudad fantasma». «Las calles están vacías, apenas se ve a alguien», ha añadido este responsable, que ha alertado del miedo a represalias y de «la falta de servicios básicos como agua y electricidad».

«Es necesario reconstruir urgentemente escuelas y hospitales, ya que de lo contrario esta ciudad va a seguir estando vacía», ha señalado Peyre-Costa, cuya ONG ha entrevistado a personas que siguen sin querer volver a una ciudad «inhabitable» a día de hoy.

Base Jalaf, de 60 años, huyó junto a su familia al campo de Dohuk hace cuatro años, cuando Estado Islámico mató a uno de sus hijos. Desde entonces, no ha podido visitar su tumba y no prevé regresar a corto plazo: «Es muy duro volver a Sinyar. La situación no es segura y el viaje, muy largo».

Todo ello a pesar de que reconoce que «la vida en el campo es difícil» por la falta de agua y electricidad. En verano, algunas tiendas ardieron, y ahora de cara al invierno se avecina un empeoramiento de las condiciones meteorológicas, con más lluvia y frío en la zona.

Para los niños, la situación es especialmente complicada. Más de 2.700 menores se quedaron huérfanos por los combates y se enfrentan a un futuro incierto en los campos de desplazados.

«Me gustaría volver a mi pueblo, pero no puedo, es peligroso», afirma Raziya, de diez años, que como otros muchos se siente más segura en los campamentos que en su localidad natal. «Ya no tenemos amigos. Algunos de ellos viven fuera, otros están en otros campos y otros han vuelto a sus pueblos. No es fácil que nos volvamos a juntar», añade.

LA DIFÍCIL VUELTA

Algunos, como Sahir, han decidido volver. Este hombre ahora pastorea a sus cabras entre las ruinas de una ciudad por la que sigue siendo peligroso moverse, ya que aunque las calles en principio están libres de explosivos, no así todos los edificios.

«Muchas personas prometieron ayuda, pero nunca llegó. No creo ni espero nada. Todos nos han olvidado», lamenta este hombre de Sahir. «¿No somos también seres humanos? ¿No nos merecemos algo mejor que esto?», pregunta en una declaración a NRC.

Aveen, de 20 años, también ha vuelto a la zona, en concreto a la localidad de Tal Azer, desde donde recuerda cómo huyó hacia las montañas y vio morir a «muchos niños y ancianos» de hambre y sed. Tras pasar más de dos años como desplazada en Dohuk, ahora vive junto a su familia en un inmueble en obras.

La vida, admite, «es difícil» y la memoria de lo sufrido sigue vívida. «Todo me recuerda al 3 de agosto (la fecha en la que Estado Islámico irrumpió en 2014). Nadie se preocupa, nadie pregunta por nosotros y por si necesitamos algo», implora Aveen.

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